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Análisis de periodismo de investigación y la corrupción gubernamental

Los aportes de Hugo Alconada Mon, Roberto Gargarella, Adriana Amado, Andrés Rosler, Daniel Santoro, José Crettaz, Gustavo González y Fabián Bosoer al debate sobre el periodismo de investigación y la corrupción gubernamental. Los textos son parte del libro Cuando aumentan las necesidades, son aún más importantes las libertades, de FOPEA.

 

 

 

 

 

 

 

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Nombre nuevo para un vicio viejo 

 

Por Hugo Alconada Mon, Prosecretario de redacción de La Nación y miembro de número en la Academia Nacional de Periodismo 

 

Lo plantea la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner. También su ex número dos, Amado Boudou, y su otrora titular de la Administración Federal de Ingresos Públicos (AFIP), Ricardo Echegaray. Hasta su ex secretario de Transporte y coimero confeso, Ricardo Jaime, y el líder piquetero que destrozó una comisaría, Luis D’Elía. ¿Qué plantean todos ellos y varios más también? Que han sido –y todavía son- víctimas del lawfare. 

Contracción de dos palabras en inglés “law” (“ley”) y “warfare” (“guerra”) –es decir, el uso de las leyes y de los procedimientos procesales como un instrumento de guerra-, la expresión significa mucho más que eso. Acuñada por dos humanitaristas australianos en 1975, apunta, según John Comaroff, antropólogo de la Universidad de Harvard, al intento por conquista y controlar a un pueblo “mediante el uso coercitivo de los medios legales”. 

Aplicado a la Argentina, esto podría traducirse como el intento del poder –es decir, una ofensiva más amplia y que va más allá de Cambiemos– por someter al pueblo argentino, empezando por quienes mejor lo representan, defienden o, incluso, encarnan; es decir, el rol en que se encuadran a sí mismos la ex presidenta y varios de sus colaboradores. Pero, ¿existió o existe aún una “guerra jurídica” en la Argentina para someter a los referentes del kirchnerismo? Muchos jueces y fiscales –con honrosas excepciones-, encarnan lo que una profesora de la Universidad de Rochester, Gretchen Helmke, tras estudiar durante años al Poder Judicial argentino, llamó la “lógica de la defección estratégica”. Es decir, la tendencia de los magistrados a aumentar sus decisiones contrarias al Gobierno saliente y favorables al entrante, basados en lo que creen que será importante o de interés para las nuevas autoridades. 

Esta lógica no es nueva. Impera en los tribunales federales de Comodoro Py –y otros fueros, como el Contencioso Administrativo Federal-, desde hace décadas, aunque Fernández de Kirchner y sus allegados pretendan circunscribirlo a los últimos cuatro años, con ellos como víctimas. 

Pero el relevamiento de los expedientes muestra que benefició o perjudicó por igual a menemistas, kirchneristas y macristas, según cuál fuera el contexto político imperante. Lo padeció Menem, que pasó de gozar de los “jueces de la servilleta” mientras ocupó la Casa Rosada a padecer a esos mismos magistrados, que ordenaron su arresto domiciliario. Lo padeció Fernández de Kirchner, que pasó de disfrutar de un sobreseimiento exprés en la investigación por presunto enriquecimiento ilícito a acumular varias indagatorias en un solo día. Y lo padeció Mauricio Macri, también, que pasó de un procesamiento confirmado por supuestas escuchas telefónicas ilegales a que el mismo fiscal pidiera luego sobreseerlo y sacarlo del expediente. ¿Cuándo? El 3 de diciembre de 2015, una semana antes de que asumiera la Presidencia. Y ahora ve, otra vez, que las sombras se ciernen sobre él. 

¿Significa esto que no se registraron abusos durante los últimos años? De ningún modo. Los hubo. Como el que padeció el exvicepresidente Boudou, cuando filtraron fotografías de su detención, en pijama y descalzo, con el único fin de exponerlo ante la opinión pública de manera ultrajante. Y no fue el único episodio oprobioso de numerosos jueces y fiscales “procíclicos”. Es decir, que se hincan ante el poderoso, pero le patean la cabeza al que pierde el timón. 

Por eso, dados los vicios que se enseñorean en los tribunales desde hace décadas, resulta esencial avanzar con una reforma judicial sistémica que vaya más allá de fusionar algunos fueros penales como un intento por diluir el poder de los jueces de Comodoro Py. Debe incluir correcciones al Consejo de la Magistratura, reformas procesales, reasignación de partidas presupuestarias y mucho más. El problema es sistémico y la solución también debe serla.

 

El falso argumento del lawfare 

 

Por Roberto Gargarella Doctor en Derecho por la Universidad de Buenos Aires (UBA), profesor en la UBA y la Universidad Di Tella. Investigador del CONICET. 

 

En estas breves notas, quisiera hacer referencia crítica al uso de un concepto que ha cobrado especial notoriedad en nuestro país, en los últimos tiempos: el concepto de lawfare. Lo primero que quisiera decir al respecto es que resulta muy difícil “refutar” o demostrar la inexistencia de la práctica del lawfare, en lugar de denostarla. 

Lo cierto es que, en casos como éste, la carga de la prueba reposa sobre las espaldas de quien defiende el absurdo: antes de que podamos impugnar la categoría de lawfare, alguien debería ser capaz de demostrarnos su existencia. Es decir: quien alega que existen cosas tales como el lawfare, la “luz mala” o el “lobizón” tiene el deber de mostrarnos que está en lo cierto: no puede cargar sobre nosotros la tarea de perseguir los fantasmas. Hagamos, de todos modos, el intento de decir algo sobre el tema. 

Ante todo, señalaría que, tal como se lo usa de manera habitual, el concepto de lawfare aparece vinculado a un mero ejercicio de “teoría conspirativa”. Como sabemos, en todo ejercicio de teoría conspirativa se amontonan una serie de hechos reconocibles por cualquiera, que la “teoría” conecta luego del modo en que se le antoja, para sentenciar por fin el resultado definido ya de antemano. Se suele decir, por ejemplo, que el lawfare refiere a la conjugación de jueces, medios de comunicación y poder político y económico que buscan manipular el uso de la ley en contra de algunas figuras o grupos políticos, típicamente de extracción nacional-popular. 

Muy bien: ahí están las piezas, pero no hay un solo argumento que dé cuenta de cómo es que tales piezas se articulan entre sí; que nos diga por qué el mecanismo funciona en un tiempo pero no en el siguiente; que explique qué mueve o motiva a los actores del caso; o que determine por qué es que resulta, del cruce de las acciones de aquellos, un cierto resultado, y no el resultado contrario. ¿Quiere decir esto –y volviendo al lawfare- que en países como la Argentina no existen jueces corruptos y “dependientes” de la política; ni medios de comunicación poderosos; ni dueños de medios relacionados con el poder; ni políticos interesados en “dejar fuera de juego” a sus “enemigos”? No, en absoluto: todo eso es cierto. El problema es deducir de allí la conspiración mundial contra nuestros amigos, cuando lo que tenemos ante los ojos es algo tan viejo como el constitucionalismo: un sistema de poder concentrado, que deja a todo gobierno en excelentes condiciones para “hacerles la guerra” a sus enemigos. 

La tosca explicación que yo podría ofrecer al respecto (con la trágica brevedad que exige una nota periodística) sería una como la siguiente: desde los orígenes del constitucionalismo regional (1810-1850), el pacto “liberal-conservador” alumbró un sistema de “frenos y contrapesos” desbalanceado hacia el Ejecutivo. Ese marco de desigualdad constitucional (que es también económica), pasó a generar desde entonces una dinámica institucional tan esperable como indeseada: el ansiado “equilibrio de poderes” ha ido ladeándose cada vez más en dirección favorable al Ejecutivo. Poco a poco, y a través de herramientas formales (el control de la violencia estatal; el ofrecimiento de cargos; la disposición de parte central del presupuesto), e informales (el manejo de organismos de inteligencia; la administración de fondos reservados), los sujetos a cargo del gobierno han ido “colonizando” o “desmantelando” a las restantes ramas del gobierno. Adviértase lo siguiente. La sumarísima explicación que presento nos permite entender por qué cualquier gobierno (este, el anterior, el previo) queda en condiciones óptimas para tejer alianzas (internas y externas) y emprenderla luego contra sus “enemigos”. La explicación anterior nos permite entender –sin misterios ni conspiraciones mediante-, por qué es que muchos jueces (por miedo, a veces; por ambición, en otras) van a alinearse de manera pronta con el gobierno de turno; y por qué muchos empresarios, dueños de medios, etcétera, van a hacer lo propio. 

En cambio, la extraviada explicación del lawfare sólo puede dar cuenta de una parte del problema, al costo de quedarse callada frente a la otra. Típicamente, un defensor de la idea puede explicarnos por qué hubo “lawfare en estado puro” los últimos cuatro años, pero no puede decirnos por qué, desde la llegada del nuevo gobierno, el lawfare no estaría funcionando, siendo que el elenco judicial, político y mediático se mantiene idéntico al que existía hasta hace meses. Ahí tenemos entonces al “lawfare en estado puro”: una teoría conspirativa que explica lo que se le antoja explicar, del modo en que se le dan las ganas, aunque ello implique dejar en el camino toda conexión con la realidad. De allí que la “teoría del lawfare” ladre frente al ayer lo que maúlla frente al hoy: si van contra “los míos” es lawfare, pero si van contra la “oposición” es amor. Un cuento tan interesante y verosímil como el del “lobizón” o el de la “luz mala”. 

 

La falacia de la manipulación mediática

 

Por Adriana Amado Doctora en Ciencias Sociales por FLACSO y presidenta de Infociudadana 

 

El periodismo lleva años atrapado en un debate político sobre la función de los medios de comunicación. La paradoja se apoya en una falacia acerca del lugar que ocupan en la sociedad. Por un lado, la política y cierta academia acusan una influencia hegemónica de los medios en la formación de opinión y en el comportamiento social casi siempre sin más pruebas que un titular incómodo. Por otro lado, la industria de la información evidencia hace años una fragmentación de audiencias y pérdida de referencia que resulta en la desaparición de muchos medios. Esos medios que, según algunos, serían tan poderosos para cambiar los fallos judiciales o condicionar procesos electores parece que no tienen ascendente para pautar comportamientos que los involucren, como la compra de ejemplares o la permanencia ante un programa de televisión. 

Lo curioso del debate de la influencia de los medios es que se basa en un supuesto imposible como es el de la manipulación de grupos de personas que exceden en número a la cobertura real de los medios. Cuando la política acusa a los medios de mentir y manipular, la reacción del periodismo es rechazar las acusaciones y enfrascarse en desmentidas estériles, cuando bastaría solicitar pruebas científicas de los supuestos efectos todopoderosos de los medios en la opinión pública. Que obviamente no tendrían. Porque esa falsa premisa del poder de inoculación mediático es un mito residual del siglo pasado. 

Los medios cambiaron sustancialmente. Y esos cambios ya han sido descritos hace décadas por los grandes teóricos de la comunicación, como Jay Blumler, que en 1995 planteaba este fenómeno en su libro “La crisis de la comunicación pública”. Y no solo por el impacto que traía la transformación digital sino también, y principalmente, por la caída sostenida de confianza en las instituciones y en los actores de la política, que registran inclusive las democracias más consolidadas. 

En 2009, Manuel Castells, principal sociólogo iberoamericano, recopiló en las casi mil páginas de Comunicación y poder los principales estudios científicos, para concluir que los medios no son el poder, sino el escenario de la disputa del poder. Dejó claro que no existen evidencias para considerarlos un enemigo, aunque sigan teniendo el potencial de brindar un espacio para las batallas de otros. 

Incluso la teoría de la opinión pública más referida ha sido reformulada por su autor, Jürgen Habermas, que observa que ya no están dados los supuestos que hacían a la formación de una opinión porque ya no existe una ciudadanía mayoritariamente atenta a medios de referencia que se ocupen con uniformidad de temas de relevancia. Ni esto es sostenido en el tiempo, en el plazo extenso de más de ocho semanas que plantea la teoría de la agenda setting de Maxwell McCombs. 

La única hegemonía a la que responden los medios contemporáneos es a la de la volatilidad. Los estudios de los efectos de los medios tienen una larga tradición en la ciencia de la comunicación que, aun en su multiplicidad de enfoques, coinciden en la complejidad de los factores que determinan la comunicación pública. Coinciden también, desde hace mucho tiempo, en que la ciudadanía no es un receptor vacío a la espera de mensajes que le organicen la existencia. Los fanatismos anteceden a la elección de los medios: son la condición de la exposición y no su resultado. Menos en tiempos en que la mayoría de la gente evita las noticias, como demuestran estudios tales como los del Oxford Reuters Institute, que ubica a la Argentina entre los primeros cinco países con ese fenómeno. 

En todos los rubros hay grupos reaccionarios, que como los terraplanistas, se aferran a axiomas ideológicos en contra de cualquier fundamento empírico. Los políticos son muy afectos a citar autores que no leyeron y a repetir consignas que tienen consenso, pero no fundamento empírico. Corresponde al periodismo buscar los fundamentos de los dichos y descartar las declaraciones falaces a riesgo de ser arrastrados a la desconfianza en la que están atrapados sus detractores.

 

Hagamos el derecho, no la guerra 

 

Por Andrés Rosler Doctor en Derecho por la Universidad de Oxford, profesor en la Universidad de Buenos Aires y en FLACSO e investigador del CONICET. 

 

En los últimos tiempos hay una expresión que se ha puesto de moda en el ámbito del derecho. Se trata de lawfare, una palabra que podría ser traducida algo literalmente como “guerrecho”, ya que es una mezcla de las palabras “guerra” y “derecho”. Originariamente, la expresión fue utilizada en el ámbito académico-militar estadounidense para describir el comportamiento de quienes habían sido vencidos en una guerra convencional por los Estados Unidos y no tenían más alternativa que continuar la guerra por otros medios, por ejemplo, acusando infundadamente al vencedor de haber violado los derechos humanos de los vencidos. 

Hoy en día, en cambio, la expresión suele ser empleada por quienes no suelen tener una opinión muy favorable sobre los Estados Unidos para designar la situación de una figura esencialmente política que es perseguida judicialmente a los efectos de impedir que triunfe democráticamente, lo cual viola obviamente todos los principios del Estado de derecho. 

En ambos casos, se trata de un mecanismo que crea un chivo expiatorio mediante el cual se desvía la atención de los defectos propios y las virtudes ajenas o, si se quiere, se intenta convertir los defectos propios en virtudes y las virtudes ajenas en defectos. En este contexto no debemos olvidar la puesta en práctica del así llamado “derecho penal del enemigo”, que consiste en denegar derechos y garantías fundamentales de los acusados, tales como la prohibición de usar la prisión preventiva como un adelanto del castigo y, por supuesto, la sanción de leyes penales retroactivas. 

En rigor de verdad, el lawfare no inventó nada nuevo. Hace más de un siglo que el padre oratoriano Laberthonnière, fallecido en 1932, advertía que “la máxima: ‘es la ley’, no difiere en nada en el fondo de la máxima: ‘es la guerra’”. Tanto los conservadores como los revolucionarios pueden aprovecharse de la legalidad para perseguir a sus enemigos. 

Hablando de enemigos, es indudable que existen genuinas víctimas de persecuciones absolutamente infundadas, tal como lo muestra por ejemplo el célebre caso Dreyfus. La cuestión, por supuesto, es si toda persona políticamente influyente que es acusada ante un tribunal se convierte por este solo hecho en víctima de lawfare. 

Para poder determinar este punto es imprescindible tener en cuenta las dos variantes de la muy antigua discusión acerca de si es mejor el gobierno de las leyes o el de los seres humanos, que como se puede apreciar ya contiene el núcleo de lo que está en discusión en estos días. 

Por un lado, es muy conocida la máxima —que se remonta por lo menos hasta el pensamiento político griego clásico-, según la cual es preferible el gobierno de las leyes al de los seres humanos. Se supone que las leyes representan la razón, con todo lo que ella implica (generalidad, imparcialidad, coherencia, previsión, etcétera), mientras que los seres humanos se caracterizan por actuar arbitrariamente. Por el otro lado, obviamente, no pocos se preguntarán de dónde viene la tan buena prensa del gobierno de la ley, dado que las leyes son hechas precisamente por seres humanos y, además —que en el fondo tal vez sea lo decisivo-, las leyes también son aplicadas por seres humanos. De ahí que el mejor sistema de reglas e instituciones no servirá de nada si no contamos con jueces capaces de subordinar sus deseos y su ideología —en una palabra, sus decisiones-, a la autoridad del derecho. 

Como dijera recientemente Neil Gorsuch, juez de la Corte Suprema de los Estados Unidos: “El rol de los jueces es aplicar, no alterar, el trabajo de los representantes del pueblo. Un juez que le gusta cada resultado que alcanza es muy probablemente un mal juez, que se inclina hacia los resultados que prefiere antes que aquellos que el derecho demanda”. 

Después de todo, otra forma de perjudicar a los adversarios políticos empleando medios jurídicos consiste en llamar “interpretación constitucional” a lo que es evidentemente una violación de la Constitución, como por ejemplo cuando los tribunales constitucionales autorizan reelecciones indefinidas a pesar de que están prohibidas por la ley de leyes. 

Si realmente nos preocupa la utilización del derecho con fines partidarios, dicha preocupación no puede ser selectiva o sensible exclusivamente en relación a nuestros partidarios. De ahí que, si realmente deseamos que los jueces vayan de casa al trabajo y del trabajo a casa de tal forma que no se metan en política, sino que apliquen solamente el derecho, necesitamos contar con jueces independientes que crean genuinamente en la supremacía de la Constitución y de la ley, con independencia de sus propias creencias e ideología. Es la única manera de vivir en un genuino Estado de derecho. 

Este artículo fue publicado en el diario Clarín el 16/11/2019

 

El día en que me convertí en un caso testigo de la persecución contra el periodismo de investigación 

 

Por Daniel Santoro Periodista de investigación, editor en el diario Clarín 

 

Hace 28 años que hago investigaciones periodísticas sobre casos de corrupción, tráfico de armas, abusos de poder y violaciones a los derechos humanos, entre otros temas. No tengo ningún antecedente penal. Vivo modestamente de mis ingresos como periodista. Tengo una casa y un auto, y me puse a disposición de la Justicia, por escrito, para que investigue mis cuentas bancarias, mis bienes y mi nivel de vida, y confirme que jamás recibí un peso por extorsiones, por coacciones ni por ningún otro delito que intentaran atribuirme. En estos años recibí múltiples amenazas de muerte, insultos, presiones para acallarme a través de juicios civiles iniciados en mi contra e intervenciones de mis teléfonos y correos electrónicos, pero nunca antes había sido procesado por supuesta extorsión ni había sufrido un hostigamiento mediático organizado como el que el kirchnerismo orquestó en mi contra. 

En mi vida profesional he tenido cientos de fuentes (funcionarios, exfuncionarios, empresarios, militares, policías, jueces, fiscales, abogados, arrepentidos o “viudas del poder”) y por mi especialidad tuve que reunirme con traficantes de armas, procesados en causas penales y otras personas de moral dudosa. Es mi trabajo. 

En noviembre de 2016, conocí a Marcelo D’Alessio a través de una compañera de Clarín. 

Se presentó como abogado penalista junto a un auténtico abogado penalista, Rodrigo González. Digo que González es un “auténtico abogado” porque por entonces yo no sabía que D’Alessio no solo no es abogado, sino que usaba sus relaciones con más de 20 periodistas y miembros de la Justicia para extorsionar a empresarios comprometidos en causas judiciales. Lo supe en febrero de 2019, cuando los kirchneristas me denunciaron ante la Justicia por operar en sociedad con D’Alessio. Me acusaron ante un juez elegido estratégicamente mediante una maniobra conocida como “fórum shopping”, que consiste en buscar un juzgado amigo que lleve el expediente. 

El magistrado escogido por mis acusadores fue el juez federal de Dolores -y militante kirchnerista-, Alejo Ramos Padilla. Una de las cosas más curiosas es que el autor de la denuncia, el “empresario agropecuario jubilado” Pedro Etchebest, no estaba ni está nombrado -y, obviamente, tampoco imputado-, en la causa de los “cuadernos de las coimas” por la que dijo haber sido extorsionado por D’Alessio. 

En esa causa judicial se investiga la existencia de un sistema de recolección de sobornos pagados al gobierno nacional por grandes beneficiarios de la obra pública, y es el expediente que más compromete a la expresidenta y actual vice, Cristina Fernández de Kirchner. Etchebest, que no es productor agropecuario ni jubilado y que también se hace llamar Pedro Rodríguez, participó de una trampa que se le tendió al falso abogado D’Alessio, avalada desde el Instituto Patria, que responde a Cristina. La maniobra no apuntó solo a denunciar a D’Alessio por la extorsión contra Etchebest, sino que fue parte de una estrategia para vengarse del fiscal Carlos Stornelli, del juez Claudio Bonadío y, a través de mí, del periodismo que había investigado la corrupción de los gobiernos de Néstor y Cristina. 

El plan, llamado “Operativo Puf”, se gestó en la cárcel de Ezeiza, donde estaban detenidos los exfuncionarios kirchneristas, como Roberto Baratta, que fue el segundo a cargo del poderoso Ministerio de Planificación durante el gobierno de Cristina. Así lo admitió Eduardo Valdés, un operador de CFK, exembajador ante el Vaticano y actual diputado nacional del Frente de Todos. El objetivo del Operativo Puf era doble: primero, anular las causas al presentarlas falsamente como viciadas por las extorsiones de D’Alessio y poder salvar de ellas a los acusados por la corrupción, y como segundo objetivo, buscaba dañar la reputación de jueces, fiscales y periodistas que seguíamos las investigaciones contra los exfuncionarios kirchneristas abiertas en la Justicia Federal. 

Etchebest me involucró adrede en sus conversaciones con D’Alessio -en la trampa que le tendió al falso abogado- desde el rol de “agente provocador”, como se dice en Derecho, y luego presentó la denuncia en el juzgado de Ramos Padilla, un magistrado nombrado en su cargo por Cristina Kirchner con la bendición de los organismos de Derechos Humanos que apoyan abiertamente a la expresidenta. 

En las escuchas telefónicas que se les realizaron a Baratta y otros presos K para la investigación sobre el Operativo Puf, estos cuentan cómo decidieron difundir la “opereta” (así llaman a la denuncia de Etchebest): primero, a través del periodista Horacio Verbitsky, quien publicó al respecto un artículo lleno de inexactitudes y mentiras, como que D’Alessio era el director regional de la DEA para América Latina y  que el “recaudador” de Stornelli era el actual gobernador de Salta, Gustavo Sáenz; y luego con la denuncia en el juzgado de Ramos Padilla. La más grosera de las mentiras del artículo de Verbitsky sobre mí era que fui un agente de la KGB -la agencia de inteligencia soviética- durante 15 años. Además, el periodista publicó el nombre de mi esposa y la dirección de mi casa, que nada aportaban al artículo, y que propiciaron que grupos de fanáticos kirchneristas me amenazaran personalmente en mi domicilio, además de agredirme a través de las redes sociales. 

En pocos días pasé de ser el periodista argentino con más premios ganados en el exterior a convertirme en un demonio y un delincuente. A partir de esa nota, se disparó un operativo de aplastamiento de mi figura pública coordinado desde el kirchnerismo, y que llegó a su máxima expresión cuando Cristina me calificó de “periodista extorsionador” en una sesión del Senado. Fue el día en que la expresidenta pidió la intervención de la Corte Suprema de Justicia en la causa abierta en el juzgado de Dolores por considerar que, si D’Alessio era director de la DEA, había existido una intromisión de los Estados Unidos en la política interna argentina. 

Así comenzó la peor pesadilla de mi carrera. Acusado falsamente por participar de una extorsión hecha por una de mis fuentes periodísticas, vi cómo mi situación generaba en mis colegas el temor a pasar por la misma persecución que yo sufría. Ese temor llevó a que la mayoría de los periodistas que declararon en calidad de testigos en el juzgado de Ramos Padilla le abrieran dócilmente al juez el contenido de sus teléfonos celulares y casillas de emails. 

Fui el único periodista que se amparó en el artículo 43 de la Constitución Argentina para preservar sus fuentes, ya que el informe requerido era una radiografía de las personas a las que recurro por información de manera habitual. El juez pidió un informe a las empresas telefónicas sobre mis llamadas de los últimos tres años y, luego de un largo debate, destruyó el registro de las llamadas para respetar mi “derecho a la privacidad”, pero no mencionó mi derecho constitucional al secreto profesional. 

En otra medida inédita, el magistrado Ramos Padilla ordenó que la Comisión Provincial de la Memoria (CPM) investigara si mis notas constituían “operaciones de acción psicológica”. 

La referencia más próxima a una medida de este tipo es de la última dictadura militar, contra Jacobo Timerman por sus notas en el diario La Opinión. La CPM aceptó la misión encomendada por el juez y emitió un informe, según el cual, de las comunicaciones del falso abogado Marcelo D’Alessio “emergen indicios de una posible interacción de inteligencia ilegal” con periodistas y medios de comunicación. Para ese organismo, que preside el Premio Nobel de la Paz Adolfo Pérez Esquivel, D’Alessio “instaba a diferentes periodistas a que la información colectada y analizada de manera ilegal sobre sus ‘blancos’ de investigación fuera publicada”. Si otros jueces siguieran la suposición de Ramos Padilla de que ese tipo de intercambios entre un periodista y una fuente constituye “inteligencia ilegal”, gran parte del periodismo de investigación de América Latina podría ser acusado penalmente, como advirtieron oportunamente FOPEA, la Academia Nacional de Periodismo, la Asociación de Entidades Periodísticas Argentinas (ADEPA) y organizaciones internacionales de periodismo. Estas y otras decisiones de Ramos Padilla han creado miedo a investigar la corrupción del kirchnerismo entre el periodismo argentino, lo que en inglés se llama “chilling effect” y que se puede traducir como “efecto de congelamiento”, como dijo el Comité de Protección de Periodistas de Nueva York al darme su apoyo. 

Cristina Kirchner y sus seguidores también se molestaron por otra investigación mía sobre el supuesto cobro de un soborno de 100 millones de dólares que se habrían repartido Néstor Kirchner y Hugo Chávez. 

Ahora que la expresidenta está nuevamente en el poder, habrá que ver si algún juez o fiscal se anima a profundizar en el tema o si el “efecto de congelamiento” también afectará a la Justicia. 

Las actuaciones del juez Ramos Padilla y de los querellantes han sentado un peligroso antecedente: ellos violaron el derecho al secreto profesional de los periodistas y el derecho constitucional del periodismo a reclamar que los funcionarios rindan cuentas sobre cuestiones públicas, como dijo el constitucionalista argentino Daniel Sabsay. Cuestionaron el método de recopilación de información de los periodistas y, además, tratan de penalizarnos por lo que dicen o hacen nuestras fuentes. 

En lo que llevo de carrera en el periodismo, jamás me ganaron un juicio civil por mis investigaciones sobre la corrupción. Esta vez, para silenciarme, el kirchnerismo me persigue a través de un delito de extorsión inventado y busca atacarme por otros frentes: los abogados de Cristina, en la Argentina, y de Lula Da Silva, en Brasil, crearon un tribunal de “lawfare” en España que pretende condenarnos a mí, a Jorge Lanata, a Luis Majul y a otros periodistas de América Latina por investigaciones sobre la corrupción de los gobiernos de los Kirchner, de Lula y del ecuatoriano Rafael Correa. En definitiva, mi caso refleja un choque institucional que aún tiene un final abierto.

 

El periodismo que baja la mirada ante la fake news del lawfare 

 

Por José Crettaz Periodista, docente y emprendedor 

 

Tal como se lo presenta en América Latina, el llamado lawfare es la confabulación de los Tribunales y los medios para perseguir judicialmente a líderes populares. Sin tecnicismos jurídicos, quienes lo plantean van directo al objetivo: los procesos judiciales y las condenas recibidas por exfuncionarios se basan en información falsa instalada masivamente por el periodismo para que los jueces dicten sentencias con el fin de encarcelar a dirigentes cuyo único interés fue “la felicidad del pueblo” (aunque no puedan explicar el crecimiento de sus patrimonios personales). 

En otras palabras, para que el concepto pueda volverse una llave que abra las cárceles y conmute condenas debe dar un primer paso fundamental: destruir o al menos desprestigiar al periodismo de investigación que “obligó” a los Tribunales a poner en marcha aquellos procesos al revelar complejas tramas de corrupción. No es casual que los populismos que impulsan el lawfare –ahora para evadir la Justicia- sean los mismos que durante más de una década promovieron en la región leyes de medios, propaganda militante disfrazada de comunicación social y nuevos delitos como el linchamiento mediático, entre otras invenciones que están desmantelándose en la mayoría de los países.

La difamación y el hostigamiento públicos contra el periodismo de investigación –que fue y es característica en esos regímenes y que en nuestro país tuvo su modelo fast food en el programa “678” por la TV Pública- derivó en persecución judicial con un leading case, el caso de Daniel Santoro. A ese gravísimo proceso –aún activo cual espada de Damocles sobre la profesión- se sumaron crecientes amenazas públicas contra los periodistas que en los últimos 15 años alumbraron las raíces, los mecanismos y las maquinarias de la corrupción pública en la Argentina y su entramado internacional. 

Amenazas que provienen de manera directa desde los propios imputados –empresarios o dirigentes cobijados por el poder-, pero que también surgen de proyectos de ley y declaraciones de funcionarios –lo que les da cierto carácter institucional que no puede dejar de subrayarse-. Teniendo en cuenta este grave contexto es muy llamativa la actitud de una parte del periodismo profesional que prefiere dejar pasar esa ola como si fuera un aspecto más de la puja política a cubrir cotidianamente. Como si el discurso “lawferista” no tuviera nada que ver con la propia subsistencia del oficio. Esa actitud, que evita involucrarse y es respetable como toda decisión de conciencia, se basa en la supuesta búsqueda de la ecuanimidad, el cuidado del acceso a las fuentes y otros argumentos aparentemente profesionales. Sin embargo, en la profesión periodística la ecuanimidad no es un fin en sí mismo sino solo un camino para llegar a la verdad, o lo que más se acerque a ella. 

En algunos temas –como los que plantean riesgo institucional- no se puede ser simplemente ecuánime. La criminalización del oficio periodístico, el temor a dialogar con ciertas fuentes dada la posibilidad de ser procesado, el hostigamiento judicial, económico y propagandístico, las limitaciones a la difusión de información relevante y la atenuación de las responsabilidades penales de los involucrados por la difusión mediática de un caso, entre otras cosas, deteriorarán la calidad del periodismo al desalentar la toma de riesgos por parte de los profesionales y las empresas periodísticas en las que trabajan. 

Eso tal vez ya esté afectando el acceso de la sociedad a información de interés público verificada, sobre la base de fuentes variadas y chequeadas, y terminará irremediablemente impactando la calidad de la democracia. 

El lawfare también es noticia –aunque con altas dosis de fake news- y los periodistas perseguidos son víctimas y por lo tanto protagonistas de esa información. Los ciudadanos tienen derecho a saber de qué se trata, quiénes y por qué lo impulsan, cuáles son sus motivaciones y qué implicancias podría tener su consolidación como argumento jurídico. 

No podemos ser ingenuos. No debemos mirar para otro lado.

 

El lawfare y la justicia paralela 

 

Por Gustavo González Periodista y CEO de Perfil Network 

 

Si la idea es terminar con la corrupción judicial, la manipulación de las causas y las presiones políticas sobre Comodoro Py, la Argentina podría estar ante una mejora notable de su calidad institucional. Si la idea es que la corrupción, la manipulación y las presiones judiciales simplemente cambien de dueño, la calidad institucional no se va a degradar más de lo que ya está, pero presenciaremos un espectáculo tragicómico que nos dará un motivo adicional para explicar nuestra decadencia. 

En estricto off the record, un juez del fuero Federal intenta una explicación sobre el verdadero rol de ese fuero: “Somos jueces que, al intervenir en conflictos con quienes manejan el Estado, necesariamente tenemos que contemplar cómo van a impactar nuestros actos. En otros fueros eso no es tan relevante porque se investiga a privados que cometieron delitos privados, pero en este caso son funcionarios y lo que nuestros fallos provoquen también tiene impacto institucional. Por eso, aunque no lo diga ningún código, nuestro rol también es amortiguar conflictos”. “Amortiguar” podría traducirse, por ejemplo, en medir cuándo comunicar un fallo según el clima político del momento, o en ser permeables a los “alegatos de oreja” de un gobierno que pida contemplación por dictámenes que podrían afectar la situación económica. 

Para que se entienda: la Justicia Federal funcionaría, en la práctica, como el verdadero cuarto poder del Estado. El único que interactúa con otros dos: el Ejecutivo y el Judicial. Las facultades de este cuarto poder no están legisladas y los medios solo se refieren a ellas a través de sus consecuencias: extraños fallos o actitudes que no parecen tener una lógica jurídica. La sociedad tendría derecho a opinar si le parece aceptable la forma en que, por las suyas, jueces federales y funcionarios han encontrado para resolver conflictos jurídico-institucionales. 

Así las cosas, el lawfare no aparecería como una anomalía del sistema, sino como una posibilidad cierta, producto de un vínculo “normal” entre jueces y funcionarios. Un vínculo no previsto por la ley entre el poder político y quien lo investiga. En ese marco irregular suceden hechos que unos utilizan a su favor cuando tienen el poder y sufren cuando lo pierden. El 3 de noviembre de 2017 tuvo lugar uno de los momentos más promiscuos en ese mix de normas no escritas. Sucedió cuando un grupo de prefectos irrumpió temprano en el domicilio del exvicepresidente Amado Boudou para detenerlo, a raíz de una causa por enriquecimiento ilícito. Lo fotografiaron y filmaron en jogging y descalzo mientras lo esposaban. Las imágenes se distribuyeron pronto en medios y redes sociales. El juez que ordenó su detención fue Ariel Lijo, quien consideró que, aunque aún no había sido condenado, Boudou no podía seguir libre porque podía interferir en la causa. Eso ocurrió tres días después de que el juez fuera denunciado por el Colegio de Abogados. La denuncia decía que en 28 expedientes no había cumplido con el llamado a indagatoria de un solo imputado y concluía en que Lijo demostraba inactividad cuando investigaba a funcionarios y exfuncionarios. Se mencionaba el caso de dos amigos de Boudou denunciados por enriquecimiento tres años atrás que ni siquiera habían sido llamados a declarar. Pero ese 3 de noviembre, como si se tratara de una respuesta a la acusación de tres días antes, el juez directamente optó por detener al exvicepresidente. ¿Casualidad, intencionalidad, arbitrariedad? Cuando jueces y políticos crean su propio marco legal, todo puede pasar. 

Lo que se está debatiendo en la Argentina es cómo se imparte Justicia en ese contexto. Cómo se investiga la corrupción de doce años de kirchnerismo y, también, la que va más allá del kirchnerismo. Porque la lógica argumentativa de que todo el sistema de Justicia estuvo viciado de manipulación política puede traer implícita la conclusión de que, entonces, todas las causas que involucran a exfuncionarios están viciadas de nulidad. Por eso, detrás de la necesidad de probar la existencia del lawfare lo que subyace es la riesgosa posibilidad de anular todo lo actuado. 

El desafío de los políticos del oficialismo y de la oposición que no propician la impunidad, y el desafío de los jueces y fiscales que trabajan con honestidad es triple: desactivar la justicia paralela de los juzgados de Comodoro Py, denunciar a quienes se aprovecharon de ese sistema y, al mismo tiempo, lograr que nadie quede impune por los delitos que cometió.

 

La apelación al lawfare y la política entendida como guerra 

 

Por Fabián Bosoer Politólogo y periodista, editor jefe de la sección Opinión del Diario Clarín. 

 

Como ocurre con otros conceptos –el “neoliberalismo” o el “populismo”-, el llamado lawfare ha devenido una suerte de talismán ideológico o escudo retórico utilizado para descalificar –con mayor o menor asidero- la actuación judicial en procesos por corrupción en el manejo de los asuntos públicos, desacreditar las investigaciones periodísticas sobre los mismos, descargar responsabilidades políticas aduciendo amenazas mayúsculas o persecuciones pergeñadas por poderosos intereses y subrayar antagonismos irreductibles. 

Se escogen conceptos teóricos o categorías analíticas propias de los ámbitos académicos, que dentro de esos ámbitos merecen un razonable interés y un debate controversial, para convertirlos en slogans y consignas que cierran dicho debate y se orientan, más bien, a alentar una batalla política que avanza sobre otros campos de la vida democrática, principalmente el de la Justicia y el de los medios de comunicación. 

En este caso, el alegato sobre la existencia de una “guerra judicial” se presenta como una operación publicitaria a través de la cual se denuncia aquello que –a la vez-, se asume como modelo propio: la visión instrumental de la Justicia y de los medios de comunicación. Estos dejan de ser instituciones valiosas y necesarias en sí mismas como actores insustituibles de la vida democrática para ser concebidos como herramientas sujetas a una batalla política o ideológica en la que priman otras cuestiones, como los intereses subyacentes por sobre los principios esgrimidos, las lealtades y obediencias por sobre la libre determinación de las personas y su capacidad para elegir y discernir lo verdadero de lo falso, lo justo de lo injusto, lo deseable de lo indeseable, las ideas incompatibles por sobre los valores compartidos. 

Este es el descomunal tamaño de la cuestión para los mentores de la cruzada “anti-lawfare”. El lawfare se trataría de “una práctica de persecución y destrucción de adversarios o enemigos políticos, empleando como arma a los procesos judiciarios”. La invención de esta práctica persecutoria, gestada en la academia militar estadounidense, es la de perseguir a los opositores mediante mecanismos que no generen la “mala prensa” que tienen los atentados, asesinatos, desapariciones forzadas, secuestros, torturas, etcétera, que han sido empleados a lo largo de la historia de la dominación social ejercida por potencias hegemónicas. 

Parafraseando a Clausewitz, “…es la continuación de la guerra por otros medios…”. Como parte de la campaña, sus promotores impulsaron un llamado “tribunal de ética” para el juzgamiento del comportamiento de jueces, medios y periodistas e identificar lo que llaman “distorsiones a la verdad”. Los jueces y periodistas quedan así involucrados en un territorio beligerante, en una opción dicotómica que borra los límites del Estado de Derecho, la división de poderes y la autonomía de la sociedad: para este modo de pensar, se está “de un lado” o se está “del otro lado”, y la vara que divide uno de otro campo no sería la de las instituciones democráticas, sino la de ese “estado de excepción” instalado por encima de ella, el del mentado lawfare. 

Adscriben así a la teoría “decisionista” elaborada por Carl Schmitt, el jurista alemán del nacionalsocialismo, quien explicaba que la distinción política principal no es entre la verdad y la mentira, la justicia o la injusticia, sino entre amigo y enemigo. Esto mismo es lo que hacen los fiscales del lawfare, al “politizar” en dicho sentido la tarea del periodismo y de la Justicia. No importa si se incurrió o no en delito, no interesa si se investiga e informa sobre casos de corrupción del pasado reciente o del presente, lo que verdaderamente importa es si se está “de un lado” o “del otro” del lawfare, en una instancia definida por su intensidad, excepcionalidad y dramatismo. Así lo explican: “… en esa indeterminación entre el ‘ser’ y el ‘no ser’ radica su fuerza, prohijada por los medios masivos y hegemónicos de comunicación social, que afirman o niegan, modelando el psiquismo del colectivo humano, asignando culpabilidades o inocencias”. 

En suma, todos los rasgos del pensamiento dogmático y conspirativista que no distingue matices, confunde hechos con interpretaciones, establece una doble vara según se trate de propios o ajenos, y descree de la existencia de un periodismo autónomo y libre, de una Justicia en condiciones de actuar con independencia de otros poderes y del buen discernimiento de las personas para formarse opinión propia.

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